miércoles, 5 de octubre de 2016

MI HOGAR ES ESE PUENTE. Concepción. Agosto 2016.

MI HOGAR ES ESE PUENTE
Atardece un lunes de agosto en Concepción: las aves, no los hombres, vuelan de regreso a casa. Vuelven a la roca, rama o nido que pueden llamar hogar, con más propiedad que los hombres. Las aves, no los hombres, cuyo frenético afán no tiene hogar ni distingue el día de la noche. Aquí el río inmenso que desemboca en el mar cercano desde siglos inunda de agua la tierra. Lagunas y humedales rodean las colinas y hasta el cielo se inunda. Las aves son acuáticas y, en bandadas o solitarias, vuelan al ocaso hacia el río y hacia el mar. Vuelan con un estruendo inaudible, como inaudible es el sol para nosotros, tan lejanos. Inaudible casi todo, pues cruzo en bicicleta el puente Llacolén sobre el río Biobio y el ruido de miles de automóviles me envuelve, el ruido que une ambas riveras de la vieja frontera. Pero en lo alto y en lo hondo el silencio se espeja: la eternidad es inaudible, la sustancia del tiempo para nosotros no es más que silencio y nuestra vida un límite difuso que nunca llega a casa. A la mitad del puente me detengo abrumado. Los muertos flotan en la corriente del río y en los islotes de arena poblados de sauces se acurrucan los espectros junto a las aves. Otros vuelan rodeados de gaviotas, mientras un tren atraviesa silbando el puente amarillo, como un augurio en una pesadilla: pese a todo, el ruido aún es el canto del mundo, la tonante voz humana, amplificada en las máquinas que dan cuenta de su abismo. Un Sol de oro rodeado de brumas se detiene un segundo eterno sobre el horizonte del río y de la muerte: todo horizonte es un abismo. Jóvenes suicidas sonríen felices e iluminados mientras cuelgan del puente. El sol se esconde y las aves y los muertos vuelan de regreso a casa.  Cae la noche y los hombres aún buscamos el hogar, veloces, ruidosos, sin encontrarlo, como un puente inconcluso tendido hacia los astros. Mi hogar es ese puente.  

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